¡ BIENVENIDOS AL BLOG DE LA RES;. LOG:. SIMB:. RENOVACION 61 !

QQ:. HH:. con mucho agrado me permito poner a su disposición, este blog, un espacio cibernético donde podemos exponer con Libertad, Tolerancia y Respeto, el Ser y Sentir de los HH:. de Renovación 61, de tí depende su crecimiento y contenido, te invito a participar tanto con tus Trazados de Arquitectura, como con tus comentarios. ¡ Bienvenidos QQ:. HH:.!

lunes, 24 de septiembre de 2012

SIMBOLISMO DE LAS ARTES LIBERALES

Hemos escogido hablar de las artes liberales porque constituyen una oportunidad de tratar de una visión económica de la cosmogonía y de mostrar o hacer un viaje a través de lo que esa cosmogonía está revelando, aunque sea mediante un leve esbozo, que quiere ser lo más sintético posible, de lo que podría decirse al respecto.
Como todas las artes y ciencias de origen tradicional han servido de vehículo de expresión y de enseñanza para verdades de un orden superior al de su propia literalidad y ese fue también el caso en la Edad Media y principio del Renacimiento. Queremos decir que no sólo estuvieron al servicio de una teología como hoy se la entiende, sino de algo de orden más profundo, donde se da la verdadera unidad de las formas tradicionales, la metafísica, pudiendo servir así de soporte o de auxilio en la realización iniciática.
Para ello las pondremos en relación con el Árbol de la Vida cabalístico, pues éste es un modelo completo y universal que incluye no sólo una ontología y una cosmología sino también una metafísica.
Si el punto de vista metafísico es el único libre de relatividades y hay que considerarlo en sí mismo como inefable por la simultaneidad de aspectos que concurre y se solucionan en él, el punto de vista cosmológico es susceptible de mostrar distintas facetas según el aspecto que se considere, lo cual da lugar también al arte o la ciencia correspondiente que aparece como vía de unión o de rescate de ese aspecto en lo universal.
En las tradiciones de los distintos pueblos se remite el origen de las artes y ciencias a un dios o héroe civilizador, comunicador e intermediario entre lo celeste y lo terrestre, que genera el desarrollo de su cultura al vivificar el mito y comunicar una enseñanza ejemplar.
Se dice que el hombre primordial poseía en sí el conocimiento de todas las artes y oficios pero que éstos no estaban diferenciados para él, en quien el cosmos y la deidad eran uno. Será en estados posteriores e históricos, que corresponden a un distanciamiento del centro primigenio, donde esas artes y ciencias se desarrollen y plasmen según una economía espiritual que equilibra esa pérdida y que es la misma que ha coagulado las distintas formas tradicionales que, en tanto que reveladoras y adaptándose a las características de los pueblos que las encarnan, les dan su identidad particular y universal.
Es el discurso de la existencia lo que ellas sintetizan y ordenan pues en cuanto son lo que deben ser, ofrecen de él un modelo simbólico, que lo revela.
Desde este punto de vista, considerar que estas artes tienen su fin en sí mismas sería una forma de idolatría o de superstición, donde de nuevo lo literal o lo relativo sería el límite en el que se detiene la comprensión, constituyéndose entonces en un obstáculo, en un estorbo probablemente pesado e innecesario en lugar de revelar una realidad anterior a ellas. Es cuando se hacen insignificantes cuando pueden progreder ya sólo en un sentido externo y cuantitativo y así ha llegado a darse el mundo moderno, distraído hace tiempo de sus posibilidades internas, a las que debería atender para poder salir de su letargo pues son las únicas que cuentan desde el punto de vista espiritual y sin ellas su gesto no será sino un perderse en lo múltiple. Pero tal vez sea esto mucho esperar de un mundo que cree que su origen está en el sueño y que lo mayor es un futuro cuantitativo.
Podría decirse que las artes tradicionales son una sola que se expresa de maneras diferentes según sea su soporte simbólico, y que se presentan como los vehículos a través de los cuales se expresa una misma Doctrina o Enseñanza, de orden trans-histórico, tal cual la verdadera esencia del cosmos y del hombre, a los cuales vincula en una realidad que los trasciende. Si el cosmos manifiesto no es sino un vehículo de revelación, él mismo es para ser trascendido.
Para los pueblos tradicionales las obras de arte no eran distintas de su utilidad cotidiana y se constituían en la expresión y el soporte de su conocimiento del cosmos, al que no se consideraban ajenos. Y su cultura no era algo diferente de su existencia, con lo cual podían identificarse plenamente con ella, siendo también símbolos vivos y actuantes. Es sólo para un pueblo que se maneja con los restos más o menos lejanos de lo que un día fue su Arte y que ha olvidado o distorsionado los principios que lo informaban, que la cultura se ha convertido en algo que se posee o se adquiere y con lo que generalmente se carga, constituyendo un "bagaje" que apenas sirve para ganarse el pan en un medio dominado por intereses puramente cuantitativos, que se empeñan en no dejar escapar a nadie de su juego. O como un valor añadido al ser del hombre y la cultura, preñado de supuestos que obedecen a las vicisitudes más cambiantes y que apenas incluyen que la verdad sea algo más que un etiquetado consumible, útil para los intereses del mercado.
Volviendo a las distintas formas del arte, o de sus producciones, puede verse que predominan o se desarrollan más unas u otras en las culturas según sea el modo de vida de los pueblos de que se trata. Así, al nómada que se desplaza según el tiempo, el propio paisaje se le renueva y se mantiene hasta cierto punto como virginal, permitiéndole que su propia historia no sea diferente esencialmente de su modelo mítico, que tanto puede leer en el movimiento de los astros como recordar sintéticamente a través de la palabra, la danza o la música que son artes propias del tiempo y del ritmo. La memoria de la cosmogonía se expresa en la narración mítica, el canto conmemorativo, la danza sagrada, pero también en el modelo de sus tiendas y campamentos, en sus pinturas y bordados, en sus ritos específicos y en todo en lo que traza la impronta de su ser mítico. El nómada apreciará más fácilmente la hospitalidad de la tierra.
El sedentario ha de significar su espacio, que el transcurso del tiempo gasta, plasmando obras que duren en éste y que constituyan un modelo simbólico que le permita "viajar" por así decir a la comprensión de ese cosmos, al llevar implícita la memoria de lo simultáneo, o de un: tiempo otro presente entonces en ese espacio cualificado.
La ciudad es la obra extrema del sedentario, un reflejo en lo terrestre del modelo celeste: su orientación y distribución interna, la arquitectura de los templos y hogares -a su vez modelos simbólicos del cosmos-, el ordenamiento religioso y administrativo que refleja la tradición en el seno de ese pueblo, su calendario ritual, etc., son expresiones del conocimiento de los principios, de los que derivan las distintas aplicaciones en los diversos órdenes, las cuales señalarán lo espiritual mientras no se pierdan de vista aquéllos. Cuando esto ocurre se oscurece el tiempo de esa cultura, al anquilosarse, ya que entonces sus símbolos, mitos y ritos han perdido su poder vivificador y revelador que queda como oculto en ellos mismos. Se puede decir que tanto el tipo de los materiales que emplea como la forma misma de sus obras, junto con los datos de la ciencia de los ciclos y la geografía sagrada, son un indicio para leer los cambios cualitativos del tiempo, así como para comprender la idiosincrasia de los diferentes pueblos.
Hemos dicho que estas artes podrían verse como el facetado de una luz esencialmente única. Antes de considerar las siete artes una tras otra, siguiendo la correspondencia de sus regentes planetarios con las sephiroth del Árbol de la Vida, diremos que pueden reunirse las siete en dos: la Astrología, ciencia de los ciclos y los ritmos, y la Alquimia ciencia de las transmutaciones, y que ambas, reunidas, expresan la cosmogonía.
La Astrología describe la forma cósmica, su arquitectura ideal y su devenir formal y lleva implícita la idea de jerarquía y de orden armónico. Se trataría en realidad de los grados de la Existencia Universal, simbolizados naturalmente por las esferas planetarias a las que se ve como orbitando en torno a un centro que podría identificarse con el "motor inmóvil" de Aristóteles y que aparece como centro del cosmos y como su solución. En el cielo astronómico sería simbolizado por la estrella Polar, único punto que permanece inmóvil mientras la bóveda entera gira a su alrededor y en otro plano por el sol, que da la luz y el calor a la tierra.
El cielo, así como la tierra, es el gran espejo donde el hombre contempla la expresión simbólica de sus mundos internos y precisamente la lectura que tenga de la realidad que aquellos simbolizan lo ubica efectivamente en una esfera o plano, otorgándole su identidad, pues como se sabe uno es lo que conoce, aquello con lo que se identifica. Queremos decir que esos estados del ser pertenecen más bien al mundo interno, inteligible, y que es por la transmutación del alquimista que el cosmos podría ser trascendido. A la forma de la montaña, que es también un símbolo de la forma cósmica, la complementa la de la caverna, que se asimila al corazón. Exterior e interior serían dos aspectos de una sola realidad, que se resuelven en el conocimiento.
Se dice que la Astrología está regida por Saturno. A este planeta y deidad mitológica, le corresponde en el Árbol de la Vida cabalístico la sephirah número 3, Binah, Inteligencia de la que él es un símbolo planetario y mítico. Ella, que puede verse en su realidad universal como reflejando sólo a lo Uno, marca el límite cualitativo de lo manifestado, devolviéndolo todo a la Unidad inmanifiesta y rigiendo simultáneamente el orden de las esferas, que la expresan en su jerarquización y concentricidad, como emanaciones del Uno, que se refleja a sí mismo en el cosmos. Se puede entender entonces que se considere a Saturno regente de la Edad de Oro, cuando los distintos estados no se comprenden en modo sucesivo (o no se excluyen, puesto que son en presente) y la oscuración cíclica no ha ocultado la identidad esencial entre el cosmos, la deidad y el hombre, época mítica que es también un estado -el de hombre verdadero- cuyo "lugar" simbólico es el que se conoce como Paraíso terrestre, el Pardés de la tradición hebrea, o la comarca suprema, Paradêsha de la tradición hindú.
Al número 3 corresponde la forma geométrica del triángulo, imagen sintética de la manifestación que no ha perdido de vista el Principio producida por el reflejo del punto original en los innumerables puntos de la base, que no son sino la posibilidad de todas las criaturas, que en lo cósmico serán otros tantos estados del ser. Entonces, el movimiento celeste de Saturno, el más lento, luego el más próximo al centro, expresa a su manera la "operación" más que atemporal -generada por la Sabiduría divina Hokhmah, la sephirah número 2- que reúne a las cosas con su principio y que en nuestro tiempo está inmanente en el instante, virtualidad de lo que no transcurre. Es desde el punto de vista del ser identificado con el devenir y que ha perdido el "sentido de la eternidad" que Saturno aparece como el tiempo que pone fin a su existencia (de ex-stare = ponerse fuera) relativa.
En el cielo de Saturno -el séptimo de los nueve que figuran en La Divina Comedia- Dante ve, "Dentro del cristal que, rodeando al mundo, lleva el nombre de su querido señor, bajo cuyo imperio permaneció muerto todo mal, una escala del color del oro en que se refleja un rayo de sol y tan elevada, que mis ojos no podían seguirla. Vi además bajar por sus escalones tantos resplandores, que pensé que todas las luces que brillaban en el cielo estaban esparcidas allí." En ese cielo, al que llega conducido por Beatriz, es donde Dante conocerá -por boca de un "contemplativo": San Pedro Damiano- que "su elevado deseo se realizará en la última esfera donde se realizan todos los otros y los míos, y donde todos son perfectos, maduros y enteros: en aquella sola esfera todas sus partes permanecen inmóviles, porque no está en un sitio, ni gira entre dos polos, y nuestra escala llega hasta ella, lo que hace que la pierdas de vista".
El módulo del ternario se expresa de múltiples maneras y aspectos. Centro, circunferencia y el radio que los une constituyen el esquema motor de cualquier ciclo o estado, que podría verse siempre como una particularización del ciclo universal cuya espiración produce todas las cosas trayéndolas de lo inmanifiesto a lo manifiesto y cuya inspiración las devuelve a su origen. Ese movimiento de expansión y contracción, presente a la vez tanto en la respiración como en los latidos del corazón del hombre, se recoge en la Cábala en su dimensión universal en la teoría de la Tsim-Tsum, según la cual el Infinito hace un lugar en sí mismo en el que puede entonces manifestarse el cosmos.
Esos dos extremos de la manifestación serán los que en el simbolismo zodiacal se figuren con los dos solsticios, Cáncer y Capricornio, a los que se considera entonces como dos puertas, una que da a la manifestación, a la existencia como ser particular, la puerta de los hombres, y otra, la puerta de los dioses, que corresponde a la salida del cosmos y la identificación con lo inmanifestado.
La teoría (de theorein = contemplar) de los ciclos está desarrollada sobre todo en la tradición hindú, que recoge ciclos tan extensos o tan pequeños, con respecto al hombre, que exceden cualquier esfuerzo imaginativo y devolviéndonos al presente proporciona también la idea de un ciclo prototípico o arquetípico, un ciclo simbólico que ya no puede entenderse en forma sucesiva. La antigüedad clásica también conocía algo semejante puesto que hay referencias de las cuatro edades de la humanidad como edad de oro, de plata, de bronce y de hierro. A ésta última -y a un estado avanzado de ella- correspondería el estado contemporáneo, caracterizado por una pérdida u ocultamiento de la tradición. También, al principio del ciclo corresponde la montaña, luminosa y evidente, y al final la caverna, oscura u oculta, imágenes ambas del centro espiritual. Queremos destacar aquí algo que se relaciona también con la aritmética o numerología sagrada: la proporción de las duraciones asignadas a esas eras o "edades" que constituyen el ciclo de una humanidad y que es la de 4 (edad de oro), 3 (plata), 2 (bronce) y 1 (hierro), en la que podemos ver que la primera aparecería como completa o entera representando la integridad del ciclo y las demás suponen una pérdida u oscurecimiento de alguna dimensión de él. Así como se puede ver que, al ser su suma 10, y 10 = 1 + 0 = 1, el ciclo entero, considerado como sucesivo, no es sino una modificación aparente de su unidad esencial, transcurso que sin embargo es causal respecto al encadenamiento cíclico.
Tenemos que decir aquí, que estos datos tradicionales, como los que pertenecen a la doctrina de los ciclos cósmicos, forman parte del corpus de la Tradición, transmitida como una herencia sagrada desde la noche de los tiempos. Que el hombre individual no podría inventarlos y ni siquiera descubrirlos, pues proceden de una dimensión suprahumana y suprahistórica. Si podemos conocerlos es gracias a la obra de quienes, precediéndonos en la historia, se manifiestan como las voces que vehiculan una Enseñanza, o unas Ideas que se refieren al Principio mismo, y que pueden así tender un puente que permita la salida de la rueda de las cosas.
La posibilidad de este viaje de lo periférico y siempre cambiante a lo central e inmutable tiene que ver con la ciencia de las transmutaciones, la Alquimia. Se trata de la transmutación (más allá de la mutación o cambio) integral del hombre que pretende el conocimiento, o que pretende ser, entendiendo esto como el logro de la identidad original.
Se trataría de una regeneración de su psiqué, entrenada por la cultura en que ha nacido para una visión profana de sí mismo y del mundo, según unos patrones que en general están invertidos con respecto a la verdadera naturaleza de ambos.
Es evidente que para que eso sea posible, algún eco ha de despertar en su interior el mensaje tradicional, por muy lejano que le pareciera al principio el asunto, si es que ha tenido la "fortuna" de entrar en contacto con él, que devuelve a aquél que puede recibirlo con la disposición adecuada, el conocimiento de la esencia simbólica de la existencia y la posibilidad de trascenderla.
La Alquimia considera los metales como la coagulación simbólica de sus arquetipos celestes, como la posibilidad de un hombre nuevo, dormida u oculta en el interior del hombre viejo. Sería posible entonces una labor transmutatoria de lo grosero en lo sutil, del "mercurio vulgar" o de la lectura literal y profana de la realidad, en el "mercurio de los sabios" revelador del Sí mismo y agente de la medicina espiritual.
Este proceso sería análogo, es decir, semejante simbólicamente, al nacimiento y desarrollo de una planta o árbol (imagen del eje que comunica los distintos estados del ser entre sí y con su Principio incondicionado) cuya semilla sería la concepción de los principios y cuyo cuidado vendría dado por el alimento de la enseñanza tradicional y el agua de la gracia espiritual, que vivifica al hombre nuevo. La Alquimia se sirve de la simbólica mineral, vegetal y animal, y recomienda al alquimista que contemple cómo opera la naturaleza.
Decíamos antes que el modelo astrológico plasma simbólicamente la arquitectura de los estados múltiples del ser. Se trata, para el hombre, de grados iniciáticos y no de lugares literales, grados que expresan a su manera el "viaje de retorno" al Sí mismo, el cual hay que entenderlo bien, no puede entrar en correlación con nada, así fuera la cosmogonía entera, de otra manera todavía estaríamos ante una concepción limitada del Principio.
Así puede entenderse que Binah, aun siendo uno de los principios ontológicos (los que se refieren al ser) está situado a la cabeza de una de las columnas laterales del modelo cabalístico. Si las sephiroth poseen una cara luminosa que mira a Kether y otra "oscura" que mira a Malkuth, la parte de Binah que mira a Kether -y en la cual se refleja Hokhmah- no refleja otra cosa que su unidad, o que a él mismo, es decir algo "anterior" a todo el despliegue del cosmos, que en él no es distinto del Principio. Por otra parte, esos tres principios son inmanifiestos y no los separamos sino viéndolos desde lo analítico, al considerar al Principio como susceptible de un conocimiento dual.
En tanto la luna está sobre nosotros, la descripción del mundo nos ocultará la realidad del principio aquí y ahora. Lo virginal no entiende de lo compuesto, aunque pueda acompañarlo, y es necesario olvidar un mundo, o una visión del mundo, para que pueda darse otra que ya no será un reflejo. Entonces el símbolo será absorbido en lo que siempre estuvo simbolizando, podrá mostrar un rostro único y verdadero, arquetípico, un nombre que todas las voces estarían pronunciando aun sin saberlo, tanto las que lo expresan en términos afirmativos como en los negativos. Y si después de esto, aún está aquello de lo que nada puede decirse, hay que recordar que el misterio sólo se revela a sí mismo.
Un gesto impersonal, donde lo personal es también suyo, que siendo único es siempre nuevo, pues gracias a él se regeneran todas las cosas que son hechas de nuevo en ese momento.
El ejercicio de un arte sagrado exige -y a la inversa, favorece o provoca- una transmutación del artista. Si la transmutación de las energías personales es una cosa que le toca a él, que ha de hacerse cargo tanto de lo que más le gusta como de lo que más le duele, la transformación, o el paso más allá de las formas, es cosa de la virtud espiritual implícita en los símbolos, o en la concepción simbólica que él plasma o actualiza de modo ritual. Nadie podrá hacer por él ese trabajo que en todo caso tiene sentido por lo que ya es sin esfuerzo.
En una cultura tradicional, no existe lo que hoy se ve como ocio; sí lo que se refiere al descanso, así como la contemplación y la oportunidad del asombro, que además protege de cualquier fijación parcializada. Si la creación está siendo ahora, su fin no es una de sus particularidades, por más importante que ésta pueda ser en su contexto. Con todo ello, la economía de ese trabajo es cosa que le toca a cada cual, por lo menos respecto a lo que conoce y en el silencio de su "templo" interior. A este respecto, la Alquimia, que se maneja con esos tres principios, que figuran las columnas del Árbol de la Vida, uno activo, otro pasivo, y uno neutro, el del eje central (en el que se conjugan las dualidades), recomienda mantener un fuego continuo y suave, y esto se refiere no sólo a las operaciones que uno pudiera signar como específicamente alquímicas, sino al discurso completo de la cotidianidad del que ha aceptado creer que esto es para él. Podría recordarse también aquí las posibilidades de la danza, que incluyen aquellos movimientos repentinos que restauran el equilibrio, los cuales a su vez son simbólicos. El artista o filósofo -hombre que ama el conocimiento- ha de saber que tanto las figuras que traza lo astronómico como los símbolos gráficos dibujados en un papel, se refieren a una única realidad simultánea y trascendente que, expresándose en ellos, se da al mismo tiempo en forma inmanente en el corazón del hombre.
La geometría signa todo lo que ya es extenso. Ella expresa a su manera, simbolizándolas, las relaciones de los seres entre sí y con su Principio. Plasma entonces en sus modelos simbólicos una economía espiritual que en su origen constituye la posibilidad misma del cosmos.
Con respecto a la regencia de la geometría que se asigna a Júpiter, vemos que en el Árbol Sephirótico, éste corresponde a Hesed, Gracia o Amor divinos, referida al número 4 como expansión de la unidad en la manifestación y realización sintética de todas sus posibilidades de expresión (1 + 2 + 3 + 4=10), es decir, como la posibilidad misma de la revelación, que es simultánea con la creación. Entendemos esa atribución al referirla a las posibilidades reveladoras de cualquier modelo o estructura plasmada por el Arte. Es en tanto que simbólica, es decir como expresión de una idea o arquetipo que la trasciende, que es una manifestación o un vehículo de la Gracia, una bendición en el sentido etimológico del término, la cual ofrece al ser que puede recibirla el medio y el soporte de su realización.
Otro tanto se refiere a la idea de proporción, que la música expresa mediante la escala en la que también está incluida la noción de jerarquía y que implica una distinción o discriminación que permite que se manifiesten la armonía y las correspondencias que vehiculan y ordenan la posibilidad de la unión. Esto no es exclusivo de lo sonoro, y lo visual lo expresa tanto en las relaciones de sus elementos fundamentales (punto, línea, plano, volumen) como en las relaciones ideales entre las distintas figuras geométricas. Una arquitectura armónica, como la del templo o la del jardín, o la de un mandala plano, genera también la audición de otras voces que son evocadas por ese diseño al entrar en ese espacio o al contemplarlo, así como la música describe otro espacio al que nos traslada haciéndonos participar de su cualidad propia.
Ese principio de distinción ha de tener como arquetipo el "temor de Dios", el cual se refiere a la afirmación del Uno en el seno de sus reflejos transitorios y contingentes, y no es lo mismo que el miedo, reflejo oscurecido y distorsionado de él. Él es el Norte que ordena las analogías y correspondencias al señalar la trascendencia y podría entenderse aquí por qué Marte está exaltado en Capricornio, así como por qué se le llama en el himno homérico "dador de la floreciente juventud" y se le impetraba entre los romanos para que favoreciera las cosechas.
En efecto, él activa el recuerdo del Principio y por lo tanto el de la esencia de lo sagrado y otorga la posibilidad de la salida de lo caótico y el retorno a la unidad siempre presente. Lo vemos actuante en la fundación de Roma cuando Rómulo -hijo de Marte- marca los límites de la ciudad tradicional (una imago mundi) mediante el arado, y en la fundación mítica de Tebas a los sones de una lira imagen también de la acción de la doctrina o enseñanza inspiradora de todos los desarrollos que darán lugar a una cultura. De la relación armónica entre la música y la geometría son un ejemplo tanto el modelo astrológico, en el que por cierto están implícitas las demás artes, como la figura de Apolo, el "dios geómetra" de los griegos que lleva en su mano una lira, imagen de las tensiones armónicas del cosmos y de la resonancia de los números en él atributo que le corresponde como director del coro de las Musas, inspiradoras de las artes, las cuales han sido engendradas, según el mito, por Júpiter en Mnemósyne (la Memoria) sobre el monte del Olvido.
El número manifiesta la idea; en realidad es uno con la idea misma, y si se medita en ello, podrá constatarse que la percepción del número no es obra de los sentidos. En efecto, los números no son la cifra que sirve para escribirlos según un modo particular, sino que son un módulo inteligible a través del cual comprendemos la realidad. Así, se dice que las formas geométricas son el cuerpo del número, lo espacializan, patentizando su ritmo interno y generando así un espacio en el que todo podría afirmarse desde ya como otra cosa, como el pronunciamiento o la articulación de un verbo que no es otro que la concepción de todas las posibilidades que por eso mismo ya están realizadas en su identidad primera. Y que su articulación misma, según los ritmos y las correspondencias que hacen el mundo armónico, y a las esferas o planos en que éste puede manifestarse, sea la expresión de una mirada primordial que el Ser efectúa en la Posibilidad del Sí mismo al pronunciar el Fiat Lux.
Si los números nacen de la suma de la unidad consigo misma, quiere decir que en cuanto los consideramos como teniendo una realidad diferenciada por sí mismos ya los vemos de manera cuantitativa.
Si la gracia afirma y sostiene las cosas desde su principio, y el rigor niega lo que niega a su vez ese principio, no hay duda que su conjunción o equilibrio da la medida de las cosas, aquella en que, sin ser negadas, quedan transfiguradas. La aritmética está regida por el Sol, que corresponde a Tiphereth, Belleza, Misericordia o Esplendor. Belleza que hay que entender en el sentido platónico es decir, como experiencia de lo verdadero. En la Idea de centro se unen lo particular y lo universal, que no son separados sino por nuestra percepción analítica e individualizada.
Frente a esa realidad esencial nada tienen que ver las consideraciones cuantitativas. Dice la cábala que cuando las cualidades del Principio están entrelazadas se les llama Tiphereth. Es pues la energía mediadora por excelencia y en esa realidad no discursiva se da la conjunción de la verdad y la.vida.
Siendo el corazón del Árbol Sephirótico, encarna la idea de centro, cosa que también manifiesta el símbolo del sol astrológico y el del oro alquímico, formado por el círculo más su punto central, símbolo susceptible de tantas relaciones que no se podría soñar aquí ni en una breve ojeada sobre ellas.
Tal vez sea oportuno decir aquí que los símbolos son el espejo de una realidad interna oculta siempre en nuestro corazón; que ellos generan y apoyan la certeza, conduciéndonos, al nombrar y señalar la naturaleza de las cosas, al "lugar" donde se oye la voz infalible. Los símbolos son vehículos que nos llevan al conocimiento y a un conocimiento que se identifica con el ser.
De la Retórica se dice que está regida por Venus, la cual corresponde a Netsah, Victoria. La esencia de la Retórica procede siempre de una visión de la belleza, a la que ella manifiesta en el discurso mediante la armonía del todo. Se trataría de una poética viva, sin el agregado de ninguna estética al uso, fecundada por la caridad, o por la gratuidad de lo que es por sí mismo y en la que nada sobra pues viene del Espíritu. Esta Retórica es la de la poesía sagrada ritmada según los números y la arquitectura del Universo y es la de las Artes en general, en tanto que son vehículos de lo sagrado. Sin duda se refiere esta Victoria a la de lo Uno y sintético sobre lo múltiple y fragmentario, o la del Todo sobre la suma de las partes, lo cual constituye a la obra de arte, que porta entonces en ella el poder inspirador y generativo que promueve una transmutación en el que la contempla o la oye (el ícono y el canto sagrado son ejemplos claros) trasportándolo a la comunión interna con lo simbolizado.
La energía de esta diosa o aspecto divino, "la de párpado helicoide" dice el himno homérico (cuya mirada contempla todas las cosas en la Unidad), es encarnada también por la Atenea griega y la Minerva romana, patronas de las artes y oficios y defensoras de la ciudad, cuyo orden conservan -con todos los beneficios espirituales que ello significa- mientras sus habitantes puedan guardar aquella orientación que hace de sus oficios un arte y de ella la imagen de un orden celeste. A la conservación de un Paladium (imagen de la Verdad) estaba ligada la propia conservación de Troya, como ha sido el caso análogo de otras ciudades de la Antigüedad; es entonces la pérdida de la Tradición la que trae consigo la fragmentación, la descomposición y la ausencia de sentido propia de lo profano, que desconociendo la naturaleza simbólica de toda manifestación, no puede participar del orden de una verdadera jerarquía, habiendo perdido de vista la unidad espiritual de todas las cosas.
A Hermes-Mercurio, regente de la Lógica o de la Dialéctica, el cual corresponde a la sephirah Hod, Gloria Divina, se le ha llamado tres veces grande por su sabiduría, lo cual se refiere a su conocimiento de la cosmogonía, de la analogía de sus planos o mundos (el caduceo es precisamente una imagen del Árbol de la Vida), a través de los cuales pone en comunicación al ser humano con el Principio, con su Sí-mismo prístino y primordial que conoce sin intermediarios. Él nos enseña a ver en los claroscuros de nuestra existencia la vía, o un más allá que somos nosotros mismos. Sus mensajes siempre señalan una conjunción de opuestos y nos enseña a verlos como complementarios, como procedentes de un Principio que es No-Dual. Él es un mensajero alado que recorre los aspectos de la cosmogonía y nos conduce al rito como único gesto integral que pueda regenerarnos y nos permita acceder a un conocimiento efectivo y sin otredad, en el que lo particular ha quedado absorbido en lo universal, al no ser ya otra cosa sino simbólico.
Con respecto a la gramática, se adjudica su regencia a la Luna, luminar de la noche. A pesar de las condiciones intempestivas de los tiempos en que nos ha tocado vivir, ahí están los textos tradicionales, y a ellos puede uno recurrir, tanto como medio oracular, como fuente sapiencial que siempre nos devuelve la memoria de nosotros mismos. Yesod, Fundamento, señala la posibilidad de reintegración de un mundo; la forma se reintegra en el nombre y éste en su principio inmanifiesto. Entre la letra y el espíritu, o entre el símbolo y lo simbolizado, no hay más distancia que la que establece una lectura analítica o una actitud que considera las cosas como ajenas a nosotros mismos haciéndolas así estériles, aun sin saberlo.
Suponiendo lo que conocemos nos negamos la posibilidad del asombro, de una fuente que siempre brota en el presente y de la que simplemente se bebe cuando se tiene sed. Nada como acercarse a una escritura otra, como la ideogramática por ejemplo, para poder darse cuenta enseguida de cómo una descripción no es sino la consecuencia de una actitud frente al mundo y a nosotros mismos.
Para los que nos ha tocado nacer en un mundo que ha presupuesto también la palabra, a la que suele ver como el instrumento insuficiente de una comunicación horizontal -sin darse cuenta de que para ver algo horizontal es necesaria al menos la intuición de lo vertical- existe todavía la magia de la etimología que puede devolver, al menos hasta cierto punto, la evidencia de un origen esencialmente unitario del lenguaje, que caracteriza al hombre en su función evocadora de la memoria viva del cosmos, al cual no es para nada ajeno.
Todo lo hemos aprendido; hemos conocido el mundo a través de un medio con el que más o menos nos identificamos. Sería necesario desaprender una lectura o lecturas parcializadas de él para volver a encontrarnos con la libertad de nuestra naturaleza primordial y se trataría aquí de aprender una nueva "descripción" sin obstruir la identidad entre el ser y el conocer. Para lo cual sería necesario el dejar de suponerse un instante, olvidar por un momento nuestro reflejo relativo e insignificante y, con la ignorancia y el silencio como defensa ante lo profano, comenzar a deletrear de nuevo en las páginas del Libro de la Vida.
Sin duda hay en todo esto un secreto, que tiene que ver con lo que siempre será inexpresable por cualquier discurso y que es lo mismo que hace de los símbolos y de lo simbólico el modo apropiado de expresión. Y esto le toca no sólo a los símbolos y mitos acunados como síntesis didáctica de. la naturaleza del Ser, sino al hombre mismo en tanto que, además de símbolo él mismo, o precisamente por ello, puede no sólo leerlos sino identificarse plenamente con lo que está más allá de ellos.
Podemos entender entonces cómo las artes, para el hombre tradicional, o para las sociedades tradicionales, no eran algo hecho para otra cosa, sino la propia expresión de una realidad metafísica -secreta-, expresión acorde con su propia vocación, que no fue otra cosa que su identidad en un mundo y por lo tanto su destino en él, el que, cumpliéndolo, pudo ser el soporte de una realización simultánea y atemporal que se refería a su más profunda identidad y de lo que sin duda eran perfectamente conscientes, a la cual corresponde el verdadero esoterismo.
BIBLIOGRAFIA
-
Dante Alighieri. La Divina Comedia, Espasa Calpe, Madrid 1984.
- René Guénon. El Esoterismo de Dante, Ed. Dédalo, Bs. As. 1976.
- Id. Sobre el Número y la Notación Matemática, Ed. SYMBOLOS, col. "Cuadernos de la Gnosis" Nº 4. Guatemala, 1994.
- Id. Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, Ed. Eudeba, Bs. As. 1989.
- Federico González. La Rueda, una Imagen Simbólica del Cosmos, Ed.
SYMBOLOS, Barcelona 1986.
- Id. Los Símbolos Precolombinos. Cosmogonía Teogonía Cultura, Ed. Obelisco, Barcelona 1989.
- Leo Schaya. El Significado Universal de la Cábala, Ed. Dédalo, Bs. As. 1986.
- Ananda K. Coomaraswamy. Sobre la Doctrina Tradicional del Arte, Ed. José J. de Olañeta, Palma de Mallorca 1983.
- Id. Teoría Medieval de la Belleza, Id. 1987.
 
JOSE MANUEL RIO
 

viernes, 21 de septiembre de 2012

EL SIMBOLISMO DE LA RUEDA

1.- La Cosmogonía Perenne
 
La cosmogonía es una ciencia que ha existido en todos los pueblos arcaicos y tradicionales y se refiere al conocimiento del hombre (cosmos en pequeño) y el universo (hombre grande), hecho que de modo unánime y de manera perenne se ha repetido a lo largo del tiempo (historia) y del espacio (geografía) describiendo una sola y única realidad, la del cosmos, que, por otra parte, es la misma que la que vivimos y habitamos los contemporáneos, pues es esencialmente inmutable a pesar de las cambiantes formas en que puede expresarse o ser aprehendida, ya que se mantiene perennemente viva.
Esta ciencia, prácticamente desconocida para el ser humano actual, que es producto del racionalismo, el positivismo, el materialismo, y la técnica, fue sin embargo la estructura de base, primaria, donde tanto los pueblos primitivos como las grandes civilizaciones de la antigüedad (por ejemplo: los egipcios), fundaron sus creencias, y la herramienta con la que construyeron su vida y cultura, que en el caso del ejemplo antes mencionado duró tres mil años; otro tanto pudiera decirse del imperio chino, o mejor de la Tradición extremo-oriental, aunque en verdad esta ciencia es el denominador común de todas las tradiciones conocidas, así ellas se encuentren vivas o aparentemente muertas.
Hemos de agregar que el modo normal en que esa Cosmogonía, Universal y Perenne, se expresa es el símbolo, o un conjunto de símbolos en acción, constituyendo códigos y estructuras que se conjugan permanentemente entre sí, manifestando y vehiculando la realidad, o sea, toda la posibilidad del discurso universal, que se hace audible y comprensible por su intermedio. El símbolo es por lo tanto la traducción inteligible de una realidad cosmogónica, y al mismo tiempo esa realidad en sí, al nivel en que ella se expresa.( 1 )
Para el caso de la cosmogonía nos interesan particularmente los símbolos numéricos y geométricos, que, como se sabe, mantienen una perfecta correspondencia entre sí y constituyen módulos paradigmáticos, presentes en toda cultura por conformar la estructura misma de cualquier construcción, en este caso, de la Construcción Universal. Sin embargo aquí trataremos no sólo los números y figuras geométricas y el simbolismo constructivo en general, sino en particular el símbolo de la rueda; haciendo la salvedad que aquello que el simbólismo manifiesta dentro de sí, en lo más hondo de su intimidad, no es sino la totalidad del cosmos, actual y constante, pues ella misma, la Cosmogonía Perenne y Universal -y no sólo la ciencia que trata de ella-, válida para todo tiempo y lugar en la dimensión de lo humano, no es nada más que un símbolo de algo mucho más amplio que la trasciende, ya que puede ser concebida y explicada como una modalidad arquetípica del Ser Universal.
 Pudiera pensarse equivocadamente que las estructuras simbólicas son meras convenciones utilizadas para describir la realidad. Eso sería válido únicamente en la medida en que igualmente se aplicara a cualquier manifestación, que es siempre una determinación, una fijación, comenzando por el lenguaje, el verbo; pero es obvio que no hay manera de aprehender la realidad si no es por medio del símbolo (lingüístico, numérico, geométrico, etc.) y los códigos que éste conforma.
Aquí hay que decir que el símbolo no es arbitrario, sino que él refleja auténticamente lo que expresa, requisito sin el cual sería imposible cualquier relación o comunicación. Y recordar que por tomar una forma constituye una estructura en el torrente de lo no enunciado, en la vida larval y caótica del devenir. Los antiguos conocían sobradamente esta verdad, y de allí el valor creativo que atribuían a la palabra; o sea que el sujeto participa de cualquier hecho objetivo y por tanto lo genera; la historia de sus ciclos también testimonia esta interrelación constante. Sin embargo, la irrealidad del mundo -y el hombre- sólo pueden advertirse porque ellos existen, y deben ser, en ese caso, sujetos y objetos de alguna revelación. Los símbolos, como los conceptos, o los seres, son imprescindibles en el plan del Universo, y algunos códigos como el aritmético o el geométrico, entre otros, no son convenciones casuales sino que expresan realidades arquetípicas y conforman la base de cualquier estructura, no sólo en lo "exterior" sino en lo "interior", al punto que pudiera decirse que estas imágenes constituyen categorías propias del pensamiento, y hacen del hombre un auténtico intermediario entre lo conocido y lo desconocido, es decir: el mayor de los símbolos, capaz de unificar por su mediación la multitud de lo disperso.
2.- El Símbolo de la Rueda
Tal vez, de entre los símbolos sacros de todos los pueblos sea el de la Rueda el más universal. Ello se debe, por un lado, a que este símbolo aparece unánimemente, directa o indirectamente tratado en todas las tradiciones, y parecería ser consubstancial al hombre, y por otro, a que la misma universalidad de los significados de la rueda, y su conexión directa o indirecta con los demás símbolos sagrados, en especial, números y figuras geométricas, hacen de ella una especie de modelo simbólico, una imagen del cosmos. Pues la rueda en el plano es un círculo, y la circularidad es una manifestación espontánea de todo el cosmos; por lo tanto esa energía ha de provenir de un punto central que la irradia, tal el caso de una rueda, símbolo del movimiento y también de la inmovilidad, que puede girar y reiterar sus ciclos, posibilitando la marcha, merced a un eje inmóvil. En el plano esto se representa como un centro del que la circunferencia extrae su forma (con cordel o compás es imprescindible tener un punto fijo para trazar la circunferencia) por irradiación, tal cual la energía potencial del eje se transmite a la llanta por mediación de los rayos de las ruedas, análogas al radio de la circunferencia;( 2 ) cualquiera que traza una circunferencia sabe que ésta depende del punto central y no a la inversa. Entre el punto central y la circunferencia se configura el círculo; el valor aritmético asignado al primero es la unidad, que es una representación natural del punto geométrico, y a la segunda el nueve, que es el número del ciclo por ser el de la circularidad, como más adelante veremos. La suma de ambos nos da la decena (1 + 9 = 10) que es modelo numérico de la tetraktys pitagórica, el cual puede ser puesto en relación con cualquier otra aritmosofía, ya que los números -y las figuras geométricas- son módulos armónicos arquetípicos, válidos en todo lo manifestado y por lo tanto para cualquier tiempo y lugar dentro de este ciclo humano.
Así pues, no debe extrañarnos que en este trabajo se traten conjuntamente los símbolos de la rueda y el círculo, el de la espiral, y aun el de la esfera, pues ésta no es sino el círculo en la tridimensionalidad. Igualmente que se mencionen símbolos estrechamente asociados al de la rueda como el de la cruz, el cuadrado, y otros, así como que se recurra a las distintas tradiciones donde se encuentra atestiguado. Sin embargo este símbolo está presente en nuestra propia Tradición y se halla a nuestro alcance trabajar con él. En la misma cotidianidad podemos observarlo constantemente; de hecho es evidente en la vida misma, pues como hemos señalado las cosas se producen con un movimiento circular y por lo tanto son cíclicas, lo cual es un pensamiento emitido por todas las doctrinas metafísicas, aunque a veces en ellas se lo dé por supuesto y en otras se lo destaque especialmente. La figura esquemática de la rueda en el plano ha sido asociada al sol por numerosos pueblos y de hecho aún hoy es el símbolo astrológico de ese astro; en alquimia representa al oro, su equivalente terrestre. De allí a asociar el recorrido del sol con un carro dorado, o de fuego, hay sólo un paso. De hecho su alcance es significativamente más amplio y se corresponde con la idea arquetípica de Centro: aquello que es capaz de generar un orden en la masa amorfa del caos; el punto inmóvil imprescindible a toda creación, el motor merced al cual el devenir tiene un sentido.
Este punto central de la Rueda del Mundo se comunica con la periferia, como ya se dijo, a través de rayos, que son por lo tanto intermediarios entre ambos; y mientras la rueda gira sobre sí misma simbolizando el movimiento y el tiempo, el eje permanece fijo expresando la inmovilidad y lo eterno.( 3 )
El círculo y la esfera han sido tomados por numerosos pueblos y distintos autores antiguos como figuras perfectas y expresiones de la totalidad. La rueda en particular está asociada a los ciclos que reitera una y otra vez y por lo tanto a lo relativo, a lo pasajero, a lo contingente, pero sobre todo a la recurrencia, a la reiteración. Como podrá observarse, y así lo seguiremos viendo, este símbolo se presta a innumerables transposiciones al plano metafísico, ontológico y cósmico y es objeto de conocimiento y especulación.
Lo que es un punto central al círculo, es el eje con respecto a la esfera, por lo que centro y eje se corresponden exactamente, siendo el primero un símbolo plano y el otro tridimensional del mismo concepto.
Si el punto es virtual, inmanifestado y geométricamente no existe, la periferia de la rueda será visible y representará, en el orden cósmico, a la manifestación universal, y en el mundo del hombre, a cualquier expresión, por lo que también pueden equipararse el punto y el círculo, a potencia y acto, por ende, a contemplación y acción.
La primera división a que puede dar lugar el símbolo de la rueda es la bipartición de la figura que la representa en dos mitades análogas y exactas. Éstas representan los dos movimientos, de ascenso y descenso, que realiza la rueda en el recorrido de un ciclo, así éste sea el del sol en el año, o el del día, o el de la luna en un mes, o el de la vida de un ser humano; el de principio y fin con el que está signada cualquier creación.
Principio y fin tienen un origen y destino común, lo que da lugar, además, a las ideas de reincidencia o repetición, creencias y conceptos de todos los pueblos arcaicos y tradicionales que han vivido siempre un tiempo cíclico y no uno lineal e indefinido, tal como lo solemos concebir los contemporáneos. Cualquier punto de la periferia -los que son de número indefinido y pueden simbolizar, cada uno, la vida de un hombre en la multitud de lo creado- es un reflejo del centro y se encuentra conectado a él por el rayo, pero mientras que en la llanta todo es sucesivo, desde el punto de vista central las cosas son simultáneas. Esta figura también puede adaptarse obviamente a los conceptos de interior y exterior, de luz y reflejo, y también de realidad e ilusión, puesto que la permanencia del punto no se altera ante las formas cambiantes y siempre perecederas del transcurrir periférico.
Nos dice René Guénon que: "El centro es, ante todo, el origen, el punto de partida de todas las cosas; es el punto principal, sin forma ni dimensiones, por lo tanto indivisible, y, por consiguiente, la única imagen que pueda darse de la Unidad primordial. De él, por irradiación, son producidas todas las cosas, así como la Unidad produce todos los números, sin que por ello su esencia quede modificada o afectada en manera alguna".
Todos los puntos de la circunferencia están a igual distancia del centro, le son equidistantes, por lo que las innumerables energías del cosmos se neutralizan en su seno. Geométricamente es el eje vertical que atraviesa distintos planos circulares horizontales, que él mismo genera, los que giran como ruedas a su alrededor conformando la cadena de mundos, los distintos estados de un Ser Universal.
La energía de la irradiación llegada a sus propios límites retorna a su fuente por mediación del mismo rayo que las conecta, para ser reabsorbida en el Principio, que nuevamente vuelve a emanarla hacia la periferia, conformando esta interrelación, ad extra y ad intra, una especie de respiración universal sellada por las leyes cósmicas de la dialéctica. Por lo que el Centro, o el Eje, es el Origen y el Principio, e irradiando todo de Él, a Él todo retorna.
El centro es pues una región mítica, una idea arquetípica que, sin embargo, se manifiesta en determinados puntos de la circunferencia que, de esta manera, pasan a su vez a ser centros para el sistema que ellos generan, siempre y cuando sean auténticos reflejos del punto original, o lo que es lo mismo, que ese Centro fuese una teofanía, o una hierofanía, un lugar, persona u objeto que expresase la unidad de un modo particular, y que igualmente la irradiara. En ese caso los distintos centros o puntos significativos en la periferia serian focos "cosmizados" que estarían estableciendo contacto con el punto medio, rompiendo así con el movimiento homogéneo y reiterativo de la Rueda. Por este camino el sabio perfecto, según el taoísmo, podría acceder al "punto central de la Rueda", en comunión con el principio, en absoluto reposo, imitando "su acción no actuante".( 4 )
3.- Símbolo, Mito, Rito
El simbolismo del "centro del mundo" pudiera transponerse al del "eje del mundo" y relacionarse entonces nuestro símbolo con todos aquellos que significan este eje. En particular con los símbolos del árbol (Árbol de la Vida) y la montaña, y todos los indicadores de puntos de coyuntura en la geografía y la historia sagrada, los que se han manifestado a lo largo del tiempo y en distintos lugares. Estos sitios o seres especiales, que son símbolos por sus mismas características mágico-teúrgicas, promueven una ruptura de nivel que permite comunicarse con otros mundos, o estados de consciencia diferentes, con zonas vedadas del universo y de nosotros mismos. En el ser humano ese Centro del que hablamos está alojado en el corazón, como lo atestiguan la totalidad de las tradiciones.
La montaña y el árbol son además dos símbolos de ascenso, al igual que la escalera, y suponen la idea de salida de un plano o mundo, y el ingreso a otro superior. Geométricamente esta posibilidad está marcada por la figura de la espiral, que es capaz de salir del plano y de la reincidencia rutinaria, y proyectar un nuevo movimiento circular, esta vez en un plano distinto. A la espiral suele también representársela en forma doble, conformando en lo volumétrico una especie de trompo, donde una de las espirales es "evolutiva" y la otra "involutiva", complementándose perennemente.
Por otra parte el círculo es análogo al cuadrado. Podría decirse que este último es una solidificación de aquél, marcada por la agresividad rígida de las aristas en comparación con la blandura y suavidad de la forma circular; esto también corre para cubo y esfera. Sin embargo ambas figuras tienen 360 grados, ya que esa es la superficie del círculo, también configurada por los cuatro ángulos rectos de 90 grados del cuadrángulo. Tradicionalmente se ha tomado la figura de la esfera, o el círculo, como más perfecta que la del cubo o cuadrado. Una de las razones ya ha sido mencionada: los rayos que unen a la periferia de la esfera con el centro son de igual distancia, mientras que en el cubo o cuadrado no ocurre lo mismo. En general se ha relacionado al círculo con el cielo (una semiesfera) y al cuadrado con la tierra. Entre ambos conforman el cosmos, como puede observarse en el simbolismo arquitectónico, en especial el del templo, pues éste constituye una imagen del universo.( 5 ) Por lo que la asociación del circulo con el cuadrado (y el cuaternario y la cruz) resulta naturalmente de las propias características inherentes a estos símbolos, los cuales se entrelazan entre sí de modo espontáneo tal cual las ideas y arquetipos que ellos representan.
Volveremos más adelante sobre estos temas, déjesenos ahora hacer algunas precisiones sobre los símbolos y también sobre los mitos y ritos. En primer lugar señalaremos que los símbolos no son, para el Simbólismo, lo que suele entender hoy el hombre contemporáneo por tales. Es decir, simples alegorías o convenciones impuestas por el ser humano. Repitámoslo: estas versiones, en realidad, no son sino grados de lectura de lo que es el símbolo en sí, en las que se hace hincapié sólo por su aspecto psicológico, o simplemente por su valor práctico, y conllevan el enorme peligro de reducir el símbolo sólo a eso, con lo que no se hace otra cosa que negarlo, al tergiversar su sentido. El símbolo es mucho más amplio y no se reduce a estas dos lecturas sino que esencialmente su carácter es metafísico y ontológico (en cuanto se refiere al ser y es transformador) y por lo tanto arquetípico. Esto es el símbolo, cuya función a cualquier nivel de lectura que se observe, no es más que la de llevar de lo conocido a lo desconocido por su mediación.
Aquél que ha tenido oportunidad de estudiar las culturas tradicionales ha podido observar la importancia trascendental que éste posee siempre en ellas. Eso se debe a que para éstas el símbolo en sí está cargado de una energía especial, de una fuerza mágica -por manifestar verdades desconocidas de secretos implícitos en el mundo, y de ese modo revelarlos-, que es objeto de veneración y reverencia, como lo atestiguan las sociedades arcaicas, que toman estos símbolos (u objetos-símbolos) como auténticos representantes de otros mundos verticales; de las energías del más allá, capaces de transmitir el conocimiento de otras realidades, o mejor, de otros planos, que igualmente, constituyen el total de la realidad.
En cuanto al mito, presente en todas las culturas antiguas, además de revelar verdades cosmogónicas y proponer un modelo ejemplar de vida y realización, es el factor aglutinante que ha dado cohesión a la existencia de los innumerables pueblos, posibilitando así su organización social. El mito es un símbolo que se transmite de manera oral; de otro lado el rito dramatiza el mito y perpetuamente lo actualiza, simbolizándolo; por lo que símbolo, mito y rito conforman un solo conjunto, como ya se ha señalado en otros lugares, y debe darse por sobreentendido que cuando hablamos de símbolo, también nos estamos refiriendo a mito y rito.
Volviendo al término metafísica, una vez hecha la salvedad de que se refiere a aquello que está allende la física, debemos clarificar que no sólo con él se menciona lo que excede a la materia, sino también a lo que está más allá de lo psicológico, por ser arquetípico. Y aun más que eso, pues el sentido que se le asigna a la palabra metafísica en el simbólismo es igual a querer expresar aquello que está más allá del ser, lo supracósmico y suprahumano.
El símbolo es el vehículo que liga dos realidades, o mejor dos planos de una misma realidad. Participa pues de ambas: de allí su pluralidad de significados. Para la antigüedad, el símbolo era el representante de una energía-fuerza que permitía la ruptura de nivel el acceso a otros mundos, o el acceso al conocimiento de diferentes planos de este mismo mundo, caracterizados por distintos grados de conciencia. El símbolo era y es, en consecuencia, el medio de comunicación entre los dioses y los hombres, objeto sagrado por excelencia, ya que él cuenta la historia verdadera, la eficaz, y no la siempre cambiante, de múltiples falsas apariencias. Describe entonces a la realidad tal cual es y no permite así el engaño de los sentidos, las desviaciones y enredos a que es tan proclive nuestra personalidad. Se cree por lo tanto en él y se le reconocen los valores de que es portador, sin caer en la equivocación grosera de tomar al símbolo por lo simbolizado, al vehículo por la meta del viaje.
El término griego symbolon se refería a dos mitades de algo que se juntaban, que coincidían, y conformaban un signo de reconocimiento; puede apreciarse inmediatamente que estas dos mitades son análogas, lo que caracteriza a la simbólica, pues nada ni nadie puede expresar o transmitir algo si no lo hace mediante una correspondencia entre lo que quiere manifestar y la forma en que lo manifiesta. Por lo que la representación simbólica ha de expresar la idea metafísica, describiendo y repitiendo la cosmogonía arquetípica, participando de ese modo en el proceso creacional. Como estamos viendo el símbolo está íntimamente relacionado con las leyes de analogía y correspondencia presentes en el Modelo del Universo, en la Cosmogonía Perenne.
En rigor cualquier cosa puede ser un símbolo pues ella expresa a su manera su origen y la mano de su creador, el misterio que ella oculta dentro de sí. Toda expresión es simbólica pues conlleva implícita un gesto original. Sin embargo hay que distinguir entre los símbolos revelados específicamente para el conocimiento de una realidad, y los símbolos espontáneos de la psiqué individual que por esa razón no es capaz de traspasar ese nivel de consciencia. Mientras los primeros se suponen no humanos, los segundos no pueden exceder el nivel psicológico ligado en simbología con lo lunar y sublunar. Los primeros expresan una realidad trascendente, los otros no logran manifestar sino el poder de lo inmanente y denotan la garra del demiurgo.
También debe distinguirse el símbolo del emblema, y sobre todo, como ya se ha señalado, de la alegoría, que pone un espacio entre el símbolo y lo simbolizado, y se presenta también como una versión a nivel psicológico, como inexistente o soñada, diferente de la realidad y exactitud de aquello que los símbolos expresan.
En forma gráfica y en las artes plásticas y monumentos se conservan los símbolos visuales de las culturas antiguas; de forma oral se han transmitido sus mitos y sus canciones rítmicas rituales, repetitivas y cíclicas y muchos de ellos se encuentran consignados por escrito; antropólogos, arqueólogos, historiadores, y otros especialistas, nos comunican nuevos hallazgos que confirman la completa importancia que atribuían a sus símbolos los pueblos tradicionales, ya que conocedores de la Cosmogonía Arquetípica, reiteraban sus gestos simbólicos, los que eran enseñados y aprendidos, pues el conocimiento del significado del símbolo no se puede obtener de otra manera. Hoy en día es ajena a la mentalidad oficial la idea de un Modelo del Universo (conocida por todos los pueblos tradicionales), un plan arquetípico e invariable que supone la presencia de un Arquitecto y que es válido para todo tiempo y lugar, en la escala humana, y que, de hecho, también está transcurriendo ahora. Igualmente se ignora la existencia de la Filosofía Perenne, o sea de una misma filosofía, idéntica en los principios, en todas las tradiciones del mundo. Esta Cosmogonía y Filosofía perennes se ocultan dentro de los símbolos tradicionales, de origen revelado, que pueden ser encarnados por aquéllos que consigan lograrlo, pues los conocimientos, energías y experiencias que los símbolos contienen, de carácter arquetípico y cosmogónico, pueden vivenciarse en el constante ahora, siempre que los interesados sean pacientes en efectivizar una nueva forma de aprendizaje y ser favorecidos por tamaña gracia; en todo caso esta es una experiencia extraña y a veces se ve como muy rara y muy difícil de asumir, según lo atestigua la tropa alquímica.(6)
La rueda, como símbolo del ciclo, está sujeta a un invariable retorno que, sin embargo, tiene determinados puntos que la limitan. Estos puntos están magníficamente ejemplificados por el camino del sol en el año, la rueda solar, la que se caracteriza por tener dos momentos máximos en su recorrido en los cuales el sol parece detener su rodar; nos referimos a los solsticios de invierno y verano. Ellos bien pueden situarse en los extremos de la rueda, o del círculo, y marcar esos momentos. Hay también otros momentos importantes en el recorrido del carro solar, los equinoccios, y ellos se encuentran perfectamente equidistantes de los solsticios marcando así un círculo dividido en cuatro partes exactamente iguales.
Pero el cuaternario como división normal del ciclo no sólo es reconocido en el recorrido anual del sol, sino en el diario (aparente), el cual es dividido también cuatripartitamente en medianoche (0 hs.), amanecer (6 hs.), mediodía (12 hs.) y atardecer (18 hs.).( 7 )
Igualmente se lo puede encontrar en cualquier ciclo o manifestación, pues el cuaternario es el signo de lo creado: también en la división espacial fija los cuatro puntos cardinales en relación a la línea del horizonte.( 8 )
Se pueden también nombrar otros ejemplos de esta ley del cuaternario; las distintas edades de un hombre: niñez, juventud, madurez, vejez. Igualmente las edades del mundo caracterizadas de manera descendente por el oro, la plata, el bronce, y esta última que estamos viviendo, por el hierro. Lo mismo las estaciones del año: invierno, primavera, verano y otoño; las fases de la luna, e igualmente los elementos, o principios constitutivos de la materia: Fuego, Aire, Agua y Tierra, a los que además las distintas tradiciones les han asociado colores, como signos cualitativos.
Volvemos a ligar así estrechamente la figura del círculo y el cuadrado a través del cuaternario. El ciclo, o sea el símbolo de la rueda en movimiento, funde indisolublemente estas figuras entre sí en estrecha vinculación con la simbólica atribuida a espacio y tiempo, relacionándose al círculo con este último y al cuadrado (o cuaternario) con el primero.
La rueda de seis rayos tiene una particularidad mágica: el tamaño del radio divide siempre a la llanta en seis partes iguales.
La rueda zodiacal divide el año en doce períodos, llamados signos, los que también en ciclos mayores están equiparados a eras; subdivisiones todas de la figura partida por el binario y cuaternario como ya vimos. Agregaremos que el término "zodiaco", de origen griego, se traduce por "rueda de la vida".
Los distintos números de rayos de las ruedas no son arbitrarios y se refieren a la partición del círculo en tales o cuales segmentos, signados por disímiles números, de acuerdo a cómo se encara la figura, en qué contexto, y para qué fines; todo ello ligado con los atributos propios de cada número y sus correspondencias geométricas. En la Tradición Hermética, donde se produce una amalgama entre los nombres rosa y rota ( = rueda), la flor es la imagen de lo circular, como bien puede advertirse en los mandalas que son ciertas "rosetas" de las catedrales europeas. Todo esto hace particularmente significativas las diferentes modalidades del símbolo en general, relacionándolo con aspectos disímiles de la realidad, o mejor, con referencias varias acerca de cómo encararla, todas ellas complementarias.
Así como el punto se corresponde con la unidad aritmética y el cuadrángulo con el cuatro, el ciclo se expresa por el número nueve. Este número es irreducible y como se sabe todos sus múltiplos (y submúltiplos) regresan indefectiblemente a él, por ejemplo: 9 x 2 = 18 = 1 + 8 = 9 ; 9 x 3 = 27 = 2 + 7 = 9 ; 9 x 4 = 36 = 3 + 6 = 9 , etc. Por otro lado divide la circunferencia en cuatro partes, e introduce la circularidad en las cifras con que se lo conecta, cosa que efectúan también sus múltiplos, relacionando así cualquier número con la figura del círculo; debemos recordar que esta última se forma con el valor 9 de la circunferencia, más el valor 1 del punto central. Lo mismo sucede con el cuadrángulo que igualmente se construye desde un punto central cruzado por dos ortogonales, lo que representa una cruz, cuyo medio exacto es otro nuevo punto, el número cinco, que en la alquimia corresponde al éter, en filosofía a la quintaesencia, y que ha sido importante en distintas tradiciones entre ellas la china y las precolombinas.( 9 ) Con el número siete sucede lo mismo, ya que es considerado el central de una rueda de seis rayos. En realidad, y por otra de las trasposiciones entre el símbolo del círculo y el cuadrado y de lo plano a lo espacial, el siete es el punto central del cubo, de seis caras y doce aristas, otro de los símbolos-modelo del universo.( 10 )
El simbolismo de los números, como ya lo destacamos, está estrechamente relacionado con nuestro tema. El sistema pitagórico decimal, con el que nos manejamos, está formado por nueve dígitos llamados naturales y el agregado del cero que tiene un valor posicional en los distintos niveles en que se expresa: decenas, centenas, etc.; volviéndose a reiterar a cualquier nivel los mismos nueve números en su viaje circular. Para el hermetismo la serie numérica tiene una característica especial: la unidad genera todos los números y por adición está presente en todos ellos; por lo que el número uno sería el mayor, y los demás, divisiones o fragmentaciones de la unidad primordial. Como se ve, aquí los números no están expresando simples cantidades, sino cualidades, siendo tomados como módulos armónicos arquetípicos. La antigüedad tenía primordialmente en cuenta la idea que el número significaba; es decir que utilizaba esta escala de modo vertical, que para ello había sido diseñada; lo cual no obstaba para que se la usase además en forma cuantitativa y horizontal para otras funciones que consideraba secundarias o reflejas. Los conceptos que los números manifiestan y sus representaciones geométricas están íntimamente asociados a lo metafísico y cosmogónico y corresponden a realidades esenciales del universo y el hombre. Las combinaciones entre los distintos números de la escala hace posible la cohesión universal, ya que de hecho, los números no son ni más ni menos que conceptos de relación. El denario es una clave mágica: con los diez primeros números se puede nombrar cualquier cosa. En la tradición hebrea los mismos números son representados por letras, pues todo el alfabeto tiene un valor numérico; en el islamismo igual. La relación entre letra y letra o lo que es lo mismo entre número y número, produce el discurso del cosmos, el lenguaje del universo, ya que números y letras conforman códigos reveladores del conocimiento del Ser Universal.
NOTAS
1 Ver René Guénon: Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, Eudeba, Buenos Aires 1988. (R)
  2 Ambas derivan de la palabra latina radius. (R)

3 Este rayo es llamado buddhi en la tradición hindú y corresponde a la inteligencia, o intuición directa. (R)
4 El alquimista, matemático y cabalista John Dee, astrólogo de la reina Isabel I de Inglaterra, cuyos instrumentos mágicos (espejo, pantáculos, bola de cristal) se conservan expuestos en el Museo Británico, escribe en el Teorema II de su Mónada Jeroglífica: "Es pues por la virtud del punto y de la mónada que las cosas han empezado a ser desde el principio. Y todas las que son afectadas en la periferia, por grandes que ellas sean, no pueden, de ninguna manera, existir sin la ayuda del punto central". (R)

5 En la mezquita la cúpula corresponde al cielo y al Profeta y las cuatro "falsas" cúpulas que de ella se derivan y se proyectan en la base cuadrangular, a sus cuatro descendientes, herederos de su legado en esta tierra. (R)
6 Para destacar la importancia del símbolo como lenguaje sólo queremos recordar que la tradición cristiana afirma que Constantino, emperador romano, vio una enorme cruz en el cielo y oyó una voz que decía In hoc signo vinces; este hecho motivó su conversión al cristianismo y la posterior implantación de esta religión como oficial en el imperio, lo que demuestra que el poder del símbolo fue capaz de cambiar -o encauzar- toda la historia de Occidente. (R)

7 No todos los pueblos han hecho exactamente esta división esquemática. Varias sociedades precolombinas aparentemente la contradicen. Es de sumo interés igualmente observar que estos pueblos que conocían perfectamente el ciclo y la circularidad, como lo demuestra la perfección de sus calendarios, no utilizaran la rueda de manera técnica por considerarla "tabú", aunque sí conocían su aplicación práctica, presente en numerosos juguetes encontrados por los arqueólogos a lo largo de Mesoamérica. (R)
8 A este respecto, sin embargo, hay que tener presente que la línea del horizonte siempre se encuentra en el ojo del espectador. (R)

9 Para el hermetismo, es además el número del microcosmos, es decir, del hombre; también el de los dedos de su mano. (R)
10 Estas doce aristas ocupan un papel preponderante en la cosmogonía precolombina ya que su imagen del mundo se presenta generalmente de modo cuadrangular y cúbico; sumadas al centro producen el número trece, módulo vital en su visión del universo. (R)
 
FEDERICO GONZALEZ