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jueves, 17 de mayo de 2012

HIRAM ABIF


HIRAM ABIF


ALLÍ DONDE LA LIBERTAD ECHA RAÍCES, ESTARÁ MI TIERRA.

BENJAMIN FRANKLIN

Esta leyenda no me la narró mi abuela. No fue tampoco ningún vecino de la aldea, ni tan siquiera la oí contar jamás a nadie en mi infancia durante el tiempo en que viví en mi añorada Costa de la Muerte.
Me fue trasmitida un atardecer de invierno, un día gris y tormentoso, en la oscuridad de un templo por un Venerable Maestro. Fue el día de mi elevación a condición de hombre libre de prejuicios mentales, el día que supere mi propia muerte. Rodeado de varias decenas de hermanos, con mi plena voluntad y consentimiento, despojado de todos mis metales juré solemnemente ante un volumen de la ley sagrada, que ocultaría y jamás revelaría los secretos que me allí me confiaron. También prometí que mantendría cuidadosamente mi honor y el de mis fraternos compañeros de reunión sin abrigar ningún prejuicio a su honor ni tolerar, a sabiendas, que otras personas pudieran tenerlo y que sí estuviera en mi poder impedirlo, rechazaría con hombría al difamador, comprometiéndome así mismo a respetar la castidad de las esposas de todos mis hermanos.

Sí, juré solemnemente observar escrupulosamente estos tres puntos, prefiriendo que mi cuerpo fuera, simbólicamente, cortado en dos mitades, antes que violar la palabra dada. Por tres veces besé el volumen de la ley sagrada y sellé mi juramento vinculándome de por vida a la fraternidad francmasónica.

Aquella ceremonia donde me conjuré en la ley del silencio, me hizo evocar aquel gesto tan sencillo y familiar de mi abuela Mama Sofía, cuando con su dedo índice apoyado en sus labios, me ordenaba silenciar para siempre aquello que me había trasmitido. Nada en aquella tenida masónica era tan nuevo ni tan revelador para mí y sin embargo, debo reconocer que me impactó fuertemente, Mama Sofía ya me había educado desde niño a no prejuzgar a mis semejantes, a rechazar radicalmente la difamación y la calumnia y respetar la libre voluntad de la mujer como ser libre e igual al hombre.

Aquel anochecer de invierno envuelto en el silencio sepulcral de la logia, me narraron una leyenda sencilla, tan sencilla como son todas las leyendas. Estaba basada en un personaje bíblico prácticamente desconocido, un forjador de metales llamado Hiram Abif, que trabajó en la construcción del templo de Rey Sabio Salomón. Era el hijo de una viuda de la tribu de Neftalí. Salomón, enterado de su fama de artesano avezado en el arte de la construcción lo hizo llamar para que forjara las dos columnas de la entrada del pórtico del Templo.

Hiram, cuenta la leyenda, era un hombre humilde y diligente, trabajaba sin descanso dirigiendo la labor de sus compañeros y aprendices, a la vez que les iba enseñando los secretos del oficio de constructores. Hiram mantenía una fidelidad inquebrantable a los secretos que le habían sido trasmitidos por sus maestros y fue asesinado poco antes de la culminación de la obra del Templo de Jerusalén.

Un grupo de tres pérfidos compañeros, ávidos de conocer todos los secretos que atesoraba Hiram, conspiraron clandestinamente para arrebatárselos, urdiendo una trampa criminal. Se emboscaron amparados en la oscuridad de la noche, cubriéndose sus rostros y apostándose cada uno de ellos, en cada una de las tres puertas del Templo, lugar donde el maestro se había retirado para orar al Creador.
  Concluidos sus rezos, Hiram Abif se encaminó hacia la puerta ubicada en el sur, allí emboscado y armado con una regla plomada le esperaba agazapado uno de los traidores. Lo asaltó amenazándolo con golpearle hasta causarle la muerte si se negaba a trasmitirle los secretos por él conocidos. El maestro Hiram fiel a su juramento, le contestó que ni podía ni quería divulgarlos. Dándole a entender que sólo a través de la constancia y el esfuerzo se haría merecedor de llegar a participar de aquellos secretos y que preferiría morir antes que traicionar la palabra empeñada.

Insatisfecho el malvado con la firme respuesta Hiram, le asestó un fuerte golpe en la cabeza del maestro. Tambaleándose y aturdido, el maestro huyó corriendo hacia la puerta del norte.
  Al acercarse a la segunda puerta, fue abordado por el segundo de los intrigantes armado con un nivel de obra. Tras darle el maestro la misma negativa respuesta, recibió nuevamente otro golpe en su cabeza, cayendo aturdido de nuevo al suelo. Viendo que su retirada estaba cortada por dos de las puertas del templo, desfallecido y ensangrentado trató de huir encaminándose hacia la puerta ubicada al este, donde se encontraba oculto el tercero de los criminales.

Este tercer canalla recibió del Maestro las misma respuestas que los dos anteriores, porque a pesar de la debilidad en la que se encontraba Hiram, supo mantenerse firme e inquebrantable en sus principios y guardo sepulcral silencio. Un nuevo golpe violento asentado con un pesado mazo, lo derribó sin vida, cayendo muerto a los pies del malvado.

Nadie vio ni oyó nada, el delito se ejecutó en total clandestinidad El vil asesinato se consumó en la más absoluta nocturnidad y sin que nadie se percatara de ello.
  Al día siguiente, ala hora del comienzo de los trabajos, los capataces de la obra al ver que Hiram no llegaba, como acostumbraba, puntualmente a su hora con los planos y diseños bajo su brazo, intuyeron que alguna desgracia podría haber acontecido a su Maestro.

Una representación de compañeros fue a comunicar al Rey Salomón la sospecha que la desaparición repentina y misteriosa, tuviese por causa algún fatal desenlace.

El Rey Sabio ordenó una revista inmediata de todos trabajadores de las diferentes cuadrillas, apercibiéndose de la sospechosa ausencia de tres de los encargados.

Esta extraña falta abrigó aún más los temores del Rey Salomón por la suerte que pudiera haber sufrido su principal artista. Eligió entre los oficiales a los tres de más confianza y les ordenó que, acompañados de sus respectivas cuadrillas, partieran con la mayor rapidez en busca de su Maestro. Los grupos marcharon divididos en tres cuadrillas, partiendo de cada una de las puertas del Templo y fijando una fecha concreta para retornar, informando del resultado de sus pesquisas.
 
La primera de las cuadrillas, tras varios días de infructuosa búsqueda, regresó a Jerusalén sin haber descubierto nada que pudiera aclarar la desaparición del maestro. El segundo equipo fue mucho más afortunado, pues cierto mediodía, se sentaron a descansar bajo la sombra de unos arboles en las inmediaciones del camino. Uno de los hermanos al querer levantarse, se asió con la mano al arbusto bajo el que se cobijaba, quedando sorprendido con la facilidad con que sus raíces se habían desprendido del suelo. Examinó con atención la zona y observó que la tierra había sido removida recientemente. Llamo al resto de cuadrilla, excavaron en el lugar y encontraron el cadáver enterrado del Maestro Hiram Abif.
 
Con sumo respeto y veneración lo volvieron a sepultar en la tierra. Y para recordar el lugar exacto donde se hallaba enterrado, colocaron una rama de acacia en la cabecera de la tumba.

La leyenda continúa narrando el traslado del cuerpo del maestro a Jerusalén, su inhumación bajo la sagrada tierra que simbolizando a ese inmenso Templo telúrico que acoge a todos los hombres de buena voluntad esparcidos por el inmenso orbe y finaliza la leyenda lamentando esta doble pérdida, la pérdida del Maestro Hiram Abif y la pérdida de los secretos que se llevó con él al Oriente Eterno.

Esta leyenda, como todas aquellas referentes a la Costa de la Muerte que me narraba mi abuela Mama Sofía, aparentemente es muy sencilla, casi ingenua y está toda ella plagada de simbolismo.
 
En esta leyenda no hay seres mágicos o con poderes sobrenaturales, el protagonista es un simple trabajador, un forjador de metales y su única virtud el trabajo, la constancia y la discreción.

Las herramientas con que matan al maestro, nos muestran esa dualidad de las cosas, el bien y el mal. Las herramientas símbolo de la inteligencia y el trabajo creativo son aquí utilizadas para la ignominia y el crimen, dándonos a entender que ninguna creación humana es buena ni mala por sí misma, su bondad o perversidad depende del uso que los seres humanos hagamos de ella.

Los tres canallas de la leyenda representan las tres grandes lacras de la humanidad, esos defectos que nos han conducido en innumerables ocasiones al fratricidio, son los canallas la simbología de la ambición, el fanatismo y la ignorancia. Hiram es la alegoría de las tres virtudes contrarias, la generosidad, la tolerancia y la instrucción.

Nos habla, como todas las leyendas anteriores, de la muerte y de la vida, de ese apareamiento en el que desarrollamos nuestra existencia, en el camino que, día a día, cada ser humano va recorriendo sin querer ser consciente de cual es su meta definitiva.
 
Esa muerte que nos sirve como alegoría de nuestro objetivo último, de nuestro indomable deseo de encontrar la inmanencia personal o una transcendencia ilusoria de nuestra alma inmaterial. En las leyendas de mi aldea la muerte era el final de la primera etapa, una paso para el que había que estar preparado si se quería alcanzar la otra vida, en esta otra leyenda la muerte es sinónimo de la propia inmortalidad.
  La búsqueda de nuestra propia inmortalidad, debe estar cimentada en esa verdad personal que cada cual llevamos en lo más profundo de nuestro ser y de la que nos servimos como bastón para poder afianzar nuestros pasos. De esa verdad íntima que sólo alcanzaremos, igual que el maestro Hiram, sí fundamos nuestra existencia en el trabajo, la humildad y el respeto al resto de los seres humanos, sin malas artes ni engaños, sin aprovecharnos del esfuerzo de nuestros semejantes. La nuestra será siempre una verdad parcial, como todas las verdades, sinónimo de lucha, de empeño constante, de búsqueda sin fin, de sacrificio generoso y de fe en uno mismo. Pero era también Hiram, como todos nosotros, un hombre imperfecto, en la leyenda se simboliza esa imperfección al decirnos que era el hijo de una viuda de la tribu de Neftalí, esa orfandad que la leyenda reivindica como alegoría es el símbolo de nuestra condición de humanos, encarna la imperfección de nuestro linaje, nuestra ascendencia deficiente, lo que otros denominan pecado original, el saber que nuestra naturaleza, por su origen, está incompleta y por tanto, igualmente incompleta está también en su destino y proyección, que debemos admitir que como todos los seres vivos nosotros también somos imperfectos, que nuestra vida subsiste en la medida en que luchamos, avanzando en la medida en que vencemos, siendo inalcanzable para nosotros la meta de la perfección, comprender que la perfección es ilusoria y Por tanto, advertir que no nos es necesaria para poder realizarnos como hombres libres.
 
El símbolo del secreto nos debe hacer comprender que no existe el misterio ni el enigma, que lo que no conocemos, es únicamente producto de nuestra propia ignorancia y sólo en la medida que seamos capaces de asumir nuestra ignorancia, seremos capaces de avanzar en la comprensión, pudiendo llegar a explicar el mundo que nos rodea. Seamos pues humildes, tenemos lo que tenemos, no más, de ahí nuestra imperfección y para no olvidarlo la leyenda nos recuerda siempre nuestro origen imperfecto, quizá por ello, los masones toman como apelativo el de Hijos de la Viuda. Ellos son conscientes de que su finalidad última es tratar de hacer de un hombre bueno, un hombre mejor.
 
El Maestro Hiram Abif simboliza la lealtad inquebrantable a los principios, anteponiéndola, incluso, a la propia vida. Él se sacrificó y murió llevándose consigo el secreto, dejándonos una tenue luz en este mundo tenebroso, una luz que nos sirve de guía, como aquellos faros impenitentes que siempre aparecían en las leyendas de mi tierra y que guiaban a los perdidos marineros en las noches de brumas y lluvias. Este faro simbólico nos iluminan de un modo sencillo con tres pequeñas y casi imperceptibles luces. La luz íntima que ilumina nuestro interior para proveernos de fuerza de voluntad; esa otra luz exterior que emitimos con nuestra conducta y nos ayuda a alumbrar nuestro entorno, viviendo en sociedad armónicamente con nuestros semejantes y la luz superior, que emana de los cielos, de la creencia en un Gran Arquitecto de Universo, iluminándonos a todos por igual en nuestro penoso peregrinar existencial.
Las tres preguntas filosóficas irresolubles sobre las que humanidad viene interrogándose desde el principio de los tiempos, quienes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, se truecan aquí en tres interpelaciones más sencillas, por tres actitudes ante la vida, cuál es mi deber para conmigo mismo, cuál es mi deber para con el resto de la Humanidad y cuál es mi deber para con el Creador.

En las leyendas de mi tierra siempre se hablaba de tesoros escondidos en las entrañas de la tierra, en ésta el tesoro es la sabiduría humana que se va atesorando en las entrañas de toda persona a través de la observación y la reflexión.

La leyenda de Hiram nos enseña que para un hombre justo amante de su íntima libertad, los temores que suscita la muerte no son nada comparándolos la abominación que produce la traición y la deshonra. Que el hombre que sabe escuchar la voz de la naturaleza, esa voz que nos da testimonio de que en nuestros cuerpos perecederos, reside el principio de la vida y de la inmortalidad. Esa naturaleza que nos aporta la fuerza necesaria para combatir nuestros temores, generándonos la paz interior que nos ayudará a permanecer fieles a la razón humana, a la Humanidad.

Esta leyenda nos revela también con la muerte altruista de Hiram Abif, que el espíritu de sacrificio o la entrega generosa de la vida por una creencia o un ideal, no aporta por sí mismo ni un ápice de verdad a esa creencia y que su grandeza reside exclusivamente en el propio acto de coherencia que supone anteponer los principios, la ética, la asunción de la íntima libertad personal a la propia existencia.

El martirio, la grandeza de morir por unos principios sólo cobra su sublime significado filantrópico al equipararlo con el encanallamiento, con la miserable pobreza de quien es capaz de matar por otra creencia opuesta.


El hombre tiene miles de planes para sí mismo, el azar tiene un solo plan para cada hombre
 
(DESCONOCIDO)


Ha pasado ya tanto tiempo desde aquel día en que abandoné la aldea, que casi ya ni la recuerdo. Aquella mi pequeña aldea asomada a la desdichada Costa de la Muerte, aquel lugar donde me crié.
 
Ahora vivo confortablemente en una tierra de adopción, una tierra próspera donde hace tiempo varé mi nave, fondeando mis ilusiones en la mar calma del matrimonio acomodado, los hijos y una posición económica y social desahogada.

En este atardecer primaveral que paseo meditabundo por esta amplia avenida que bordea la playa, bajo las sombras alargadas de los tamarindos, me percato de su ausencia, rememoro con nostalgia mi aldea, aquellas viejas ruas pavimentadas con toscas piedras de granito, su pequeño muelle, las chalanas arribando con la pesca del día. Evoco sus playas desiertas, las olas rompiendo con bravura, el canto estridente de las gaviotas, sus corredoiras y cruceiros. Pero sobre todo recuerdo de aquella pequeña aldea, la veneración, el respeto que hacia la muerte tenían todos sus paisanos.

Tanto tiempo en esta tierra extraña me ha hecho olvidar aquellas sencillas enseñanzas de mi infancia. Hoy mejor que nunca recuerdo a mi abuela, aquella sabia viejecita que me enseñó a vivir y me enseñó también, cómo bien morir.
Hoy por primera vez en mi vida debo enfrentarme a lo irreversible, al destino sin futuro, a la finitud. Esta tarde, con la frialdad con que se expresa la ciencia, apoyando su mano sobre mi hombro, un amigo, amparado en su bata blanca, me ha comunicado la fecha de mi muerte. Mi enfermedad, ese cáncer que me corroe las entrañas, me conduce hacia un destino inevitable.

Viviré, si a eso se le pudiera llamar vivir, entre dos o tres meses más. No sufriré mucho físicamente, me ha dicho, confundiendo torpemente el dolor con el sufrimiento. Me aconseja no angustiarme, mantener firme la voluntad hasta que llegue el fatal desenlace.
El amigo médico, transmutado en solamente amigo, ignorando mi agnosticismo pagano, me aconseja la oración como terapia de preparación para la hora final, el dialogo resignado con Dios a través de mi esposa e hijos. Arreglar, lo que él, fríamente, llama los papeles y aceptar pasivamente los designios del destino.
Qué sabrá él cómo tengo que preparar yo mi muerte. Si él supiera que para la gente de mi aldea la muerte física sólo significa una etapa, un paso que hay que dar con armonía y aceptación para no quedar atrapado en el mundo de las almas errantes. La muerte física es un eslabón más de la larga cadena que conduce desde el mundo de los vivos al lejano y misterioso mundo de los muertos.
  Mientras paseo acompañado únicamente de mi propia soledad, caminando entre un tumulto de gentes ajenas a mi desdicha, soy consciente por primera vez en la vida de mi propia finitud. Hago un esfuerzo por encontrarme cara a cara conmigo mismo, desnudo y sin mentiras y lo único que siento es la rabia que emana de mi propia impotencia, el íntimo deseo de rebelarme contra la incapacidad del hombre para vencer a la muerte no deseada.

Sin abrigar ninguna esperanza observo como se me agota la vida, de que modo tan sencillo se acaba todo, y recuerdo aquellas sabias palabras de mi abuela Mama Sofía cuando con la sencillez que le caracterizaba me explicaba que, es conveniente saber que vivir, es ya morirse poco a poco.

Con lo sencillo que es vivir y sin embargo, que difícil nos resulta.

Llegan a mi mente recuerdos de otras muertes de seres que fueron queridos. Hombres y mujeres casi olvidados.

Desde el mismo día que nací he vivido en compañía de la muerte. Siempre he sido consciente de los límites de la vida. Pero ahora que me llega a mí el turno de partir, me rebelo. ¡No quiero morir! Quiero seguir viviendo, gozando de la compañía de mis seres queridos.
 
Después de años de trabajo he acumulado dinero, propiedades y objetos inútiles, que ahora de nada me sirven. ¡Arreglar los papeles! De que sirve trasmitir los bienes a mis seres queridos, si les privo del bien más preciado, mi propia presencia.
 
Espero que no tarden en olvidarme, que pronto sea solamente un nostálgico recuerdo. No deseo que por mí sufran. Y en el tiempo que me resta, no quisiera intuir lágrimas contenidas ni silencios cómplices. Al llegar mi hora espero estar preparado, y luego me bastaría una modesta ceremonia, unos pocos crisantemos, una lápida sin epitafio y la aceptación íntima del fin.

Pienso en mi mujer. Mi compañera fiel de dichas y desgracias. Conociéndola como la conozco, supongo que se refugiará en la oración y quedará sumida en una eterna mudez. Espero que sepa soportar con fortaleza la desnudez del hogar, la ingrata presencia de mi ausencia.

Revivirá en su memoria las horas amargas de anteriores partidas, las soledades de mis largas singladuras, pero ahora ya no esperará el día dichoso del arribo. En esta singladura la aguja de la bitácora no marcará el norte, los vientos no impulsaran las velas de mi nave. No existen cartas náuticas ni sextantes donde estudiar el rumbo para este viaje.

Una fuerza interior me empuja despiadadamente hacia la playa. Era la playa el lugar que más me atraía en mi adolescencia allá en la aldea.

Recuerdo cómo armado de una simple cuchara mariscaba berberechos en la bajamar, cómo en las arenas blancas de la Hermida, junto el resto de los niños de aldea jugábamos, mientras aprendíamos con ingenuidad el oficio de marineros, enfrentándonos con las chalanas a los golpes de mar, rememoro las queimadas bajo la luz de luna en los arenales las noches de verano, la playa era en mi juventud mi segundo hogar.
Camino descalzo y con los pantalones ligeramente remangados por la orilla de esta mar tan querida y tengo que hacer verdaderos esfuerzos para reprimir el deseo vehemente de introducirme mar adentro en busca de un fondo sereno donde dar descanso a mi inerte cuerpo.
Quisiera encontrar en el embate de las olas, la justa y digna muerte para un desertor de la mar, para el hijo y nieto de hombres curtidos en las cubiertas de los barcos por el salitre del océano, para un hombre que mamó desde niño en las ubres de la mar. Soy un apóstata que renunció a la tradición familiar y a su profesión de marino por el falso espejismo de una vida cómoda en tierra. Ahora que llega mi hora, me siento como un desertor, que ha traicionado a todo cuanto le enseñaron.

Estas bravas aguas me sugieren muchos recuerdos de mi infancia, de las serenas y solitarias dunas de las playas de la aldea, de sus abruptos y feroces acantilados, de aquellos eternos días de invierno sentados en torno al hogar mientras el cielo lloraba de tristeza, de las largas tertulias en familia donde me iniciaron en mi paganismo agnóstico, aquellas charlas donde los viejos nos trasmitían sus conocimientos, sus creencias fantásticas que tanto me marcaron de joven y los recuerdos y respetos hacia los muertos, hacia aquellos que zarparon antes que nosotros.

Recuerdo ahora a mi olvidado padre. A aquel humilde padre que un desgraciado día, siendo yo todavía un niño, con su vieja y acartonada maleta amarrada con una cuerda, abandonó la aldea en busca de un trabajo que dignificase su existencia. Aún siento su abrazo tembloroso, veo sus ojos hinchados conteniéndose las lágrimas, todavía resuenan en mi oído sus palabras prometiéndome volver a buscarnos. Pero sobre todo recuerdo el telegrama, aquél maldecido telegrama donde se nos comunicaba que ya nunca podría retornar en nuestra búsqueda, aquella escueta misiva donde con la frialdad del lenguaje telegráfico se nos notificaba su naufragio, su desaparición, su muerte.
Yo que entonces todavía era un niño. Un niño que no podía entender cómo un hombre era castigado por el destino a abandonar a su familia, su pueblo y su historia por un mísero trabajo, cómo coño iba a comprender la injusticia de su muerte.
  No concebía que un hombre bueno fuera castigado tan brutalmente por la vida. Había luchado y perdido una guerra, había sufrido la cárcel, habían amordazado su lengua libertaria, negado el trabajo y todo ello, por algo tan simple como pensar, creer en la utopía de la fraternidad entre los hombres, en su igualdad y en su derecho a vivir en libertad. Creyó en una sociedad justa dónde pudieran vivir en armonía sus ciudadanos, tal y cómo vivieron sus ancestros, los sierpes. Tenía ideas propias y se las quisieron arrancar, robándole la dignidad.

Recuerdo cómo en la primera de sus cartas nos narraba con nostalgia y sobriedad el nuevo pueblo donde residía, nos manifestaba que había embarcado rumbo al Mar del Gran Sol. Un amigo de la guerra lo había hospedado en su casa. Nos animaba y nos comentaba que en una próxima marea intentaría encontrar una casa donde poder vivir nuevamente todos juntos.

Mi padre, acostumbrado a la soledad de la mar era un hombre de muy pocas palabras, pero supo trasmitirnos en aquella carta su optimismo, sus grandes ilusiones. Hablaba de comprar muebles y de enviarnos dinero para el viaje.

Nunca llegó el día la partida, él se embarcó, sin saberlo, en una singladura hacia el valle eterno, una singladura de la que ya nunca más volvió.

Y luego, cómo yo he podido olvidarlo todo. Ni tan siquiera he trasmitido a mis hijos nuestras más ancestrales creencias. Si muero, en mi casa quién derramara la sal en torno a mi cadáver, quién sellará los orificios de mis narices y orejas. Ni mi mujer ni mis hijos comprenden el significado que la muerte física tiene para mí. No sabrán como amortajarme, ni me velarán en la noche cómo es debido, no cegarán mis ojos ni se preocuparán de que mi cadáver salga de nuestra casa con las piernas por delante.

Lo más probable es que contraten por unas cuantas pesetas los cómodos servicios de alguna funeraria para que efectúe toda la ingrata labor de los preparativos de mi entierro, que hablen con algún sacerdote para que me oficie un funeral digno y publicarán una esquela en la prensa para comunicarlo a los conocidos y amigos.
Yo no quiero ese final, pero reconozco que lo merezco.
Miro al mar y me siento irremisiblemente atraído hacia él. Si tuviera el valor suficiente, sería todo tan sencillo, caminar recto en dirección al horizonte hasta que el cuerpo se rinda, dejar como único testigo unas mudas pisadas en la arena. Unas pisadas que la mar con sus caprichosos juegos de flujos y reflujos pronto borraría.
 
Está el sol llegando a su ocaso, pronto se esconderá como cada día tras los confines del occidente y volverá mañana nuevamente a renacer por el oriente. ¿Y nosotros, los humanos, renaceremos algún día?
 
Repaso mi vida y evoco aquel largo viaje de peregrino siguiendo la ruta del Camino, de ese camino mal llamado de Santiago por unos y de Prisciliano por otros, ese camino secular de la Europa nómada y peregrina, el partero de esta Europa sin fronteras en la que ahora vivimos. Entonces lo viví también como otra muerte, una muerte alegórica e iniciática. Partí desde la frontera francesa, desde el oriente, el lugar desde donde parte la luz y caminé jornada tras jornada hasta alcanzar el finisterre, el fin del mundo.
 
Fue un peregrinar hacia la muerte para iniciarme y renacer a una nueva vida de luz, como un modesto aprendiz de cantero fui esculpiendo paso a paso mi templo interior, viví en aquellos caminos únicos, la experiencia del sufrimiento, lo revivo como si me estuviera ocurriendo ahora mismo, recuerdo el dolor de mis pies ulcerados por tantas jornadas recorriendo andando el camino, las punzadas en los talones y mi espalda a punto de quebrarse. Desentierro los sueños angustiosos de aquellas noches, esos sueños guardados durante años en el desván de la memoria, el perpetuo sendero marcado con incontables flechas amarillas, mis pícaros compañeros de albergue, el borrachín disfrazado de peregrino, el peso insoportable de la mochila, las madrugadas y el calor, aquel asfixiante calor que tantas veces estuvo a punto de rendirme.
 Tanto sufrimiento tuvo sus compensaciones, aquel mes otoñal logre evadirme del mundo cotidiano, abandonar el reloj y vivir gratas sensaciones compartiendo comida y efectos personales con otros peregrinos, ser consciente de que lo poco es más que suficiente, percatarse de la experiencia iniciática que se esconde en la piedra, intuyendo que el hombre es mucho más sabio cuanto más vinculado está con su tierra simbólica, con esa mi tierra de encrucijadas y brumas, de cruceiros, de corredoiras y hórreos, de viejas mujeres vestidas de negro y de bueyes cansinos que arrastra los carros de ruedas chirriantes, caminando hacia ninguna parte.

Es el camino la madre engendradora de la herejía, de la sabiduría de los humildes, de los misterios y la magia. Es este camino legado por olvidados anónimos peregrinos, algo místico y silencioso, que por su naturaleza telúrica es inefable e incomunicable y ahora, que la cercanía de mi muerte no es alegórica sino real, comienzo a comprenderlo en toda su magnitud, vislumbro la armonía de la sinfonía del soplido del viento, las cadencias del rumor del arroyo y la belleza de la poesía de su paisaje.
Vivo, ahora que muero, la intensidad de aquella bella experiencia peregrina. Y me pregunto por qué troqué mi vida austera de peregrino por la comodidad de la vida del romero, en qué encrucijada se cruzaron nuestros caminos.

Comprendo en este momento la importancia que mis paisanos gallegos dan a la piedra. No solo a la piedra hecha arte a través de los hórreos o de los cruceiros, sino a la piedra humilde, ese guijarro que depositamos como testigo al llegar a la Ermita de San Andrés de Teixido, esa piedra que el día del último juicio, cuando hasta las piedras hablarán, será la que atestigüe que yo estuve el Teixido, aquel lugar dónde tendrá que ir de muerto todo gallego que no fue de vivo.

Debo tener valor y avanzar hasta alcanzar la mar, mi Finisterre particular, pagar el tributo a ésta, mi otra madre, mi mar, y marchar en silencio por este ancho sendero hasta el agua profunda, hasta encontrar un lugar tranquilo y sumergido donde dar reposo eterno a esta vida plena de ausencias.

Sí, la mar es mi única patria, una patria sin himnos ni banderas, sin ejércitos ni gobiernos, una lugar inmenso que nos acoge a todos, la mar es el vientre donde germina la vida, es el punto de partida y la meta final del camino.

Miro a mi alrededor y sólo veo gentes anónimas a las que nada les importo, estoy solo, con la única compañía de mi hada, de este ser síquico que desde niño me acompaña.
Mi hada es mi golem, mi propia conciencia y hoy me anima a recorrer mi última etapa, ese último camino del peregrino que nacido en la mar debe ir a morir a la misma mar que lo amamantó y le dio la vida y mi hada se ofrece a acompañarme, aun sabiendo que ella también morirá conmigo.

Siento la llamada de otras almas a las que yo ayude a cruzar la frontera que separa este mundo de los vivos del mundo de los muertos, veo a lo lejos en la otra punta de la playa a un perro blanco de ojos tristes que me mira con pena, y pienso si será mi urco.
Tengo que tener el valor suficiente para decidirme a dar mi último paso.

Camino entre las aguas y percibo la sensación fría del mar subir por mi cintura, distingo su sabor salado en mi boca, siento el escozor en los ojos y oigo ya lejano el murmullo de los paseantes mientras voy transitando libremente hacia la muerte.

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